La contienda política en nuestro país ha carecido de sustancia. A los aspirantes a cargos de elección popular les ha bastado reunir dos características: acopiar cierta popularidad (que en nuestro caso se ha limitado a saber prometer lo incumplible) y por supuesto, pertenecer a un partido político.
Las referencias a la capacidad y preparación de «el candidato», la mención a programas de gobierno bien estructurados, así como la discusión de líneas programáticas que describan como lograran aquello que prometen han estado casi ausente del discurso electoral, hasta el punto que se llego a enunciar aquella infeliz tesis según la cual es suficiente con exhibirse.
Dentro de este contexto signado por la ausencia de materia, el ámbito político en general y el electoral en particular se han caracterizado por mensajes intrascendentes, triviales y, claro esta, populistas. Ante este panorama algún desprevenido pensaría que las «cosas no pueden empeorar». Craso error. En estos tiempos donde los cambios -o al menos, decir que se quieren- están de moda, todo parece indicar que vamos a una…involución.
En efecto, la realidad nos esta mostrando que de la repudiable futilidad descrita, pasaremos a una tabernaria contienda, en donde el político insulso, simplón y por supuesto, populista; pero de maneras y modales aceptables, es sustituido por un hombre o una mujer, tosco, casi vulgar, de lenguaje cerril y gamberro, aunque igualmente simplón, trivial y, claro esta, populista.
Seria esta la nueva forma de hacer política. El aspirante a ser «nuestro representante», para tener centimetraje en la prensa, atrapar las ondas hertzianas o «cautivar» a quien esta detrás de la pantalla no tan chica, ya no tendrá que «destapar un escándalo de corrupción», que por cierto, luego sería tapado por otro «escándalo de corrupción»; tampoco tendrá que hacer méritos, aspirando a que se le llame «el hombre que sí camina»; no tendrá que abrazar a una «dulce» anciana o cargar a un «inocente» niño, como lo señalara el antiguo Manual del Buen Candidato. No señor, el hombre o la mujer (o la mujer, he dicho. Debo acostumbrarme a ese asunto de los géneros) que desee ocupar cualquiera de las muchas sillas del poder, solo tiene que ser un…gritón. O una gritona.
Así es. Se han derrumbado los viejos criterios. Ahora es suficiente que el aspirante sea capaz de farfullar dos o, quizás, tres gritos. Eso sí, su rostro debe contraerse como esperaban los medios de comunicación que lo hiciera el de Clinton ante aquel implacable interrogatorio de dos horas, donde había la nada extraña mezcla de sexo, puros, Mónica y mentiras. Además, los gritos deberán ir acompañados de gesticulación amenazante y si «el candidato» deja entrever que odia a alguien o a algo, no importa a quién o a qué, el éxito está asegurado.
Y es que ahora el ganador no será el que más prometa, sino el más irascible. Hemos pasado del mal eutrapélico al buen energúmeno. Son las nuevas reglas. El manual ha sido reformado. Y los medios de comunicación están allí para asegurarse que se cumpla. De modo que si quieres que los fabricantes de opinión te presten atención, debes seguir fielmente el nuevo manual: nada de ideas, nada de sindérisis, nada de mesura, nada de ponderación. Solo grita. Y si dices o muestras que odias a alguien los resultados estarán garantizados. Las reporteras correrán a ponerte el micrófono en el cachete, las dos emisoras de noticias llenaran su «programación» con tus… ¿ideas?, una parte del país te amara, la otra te odiara, pero seguro te elegirán para algo; la televisión te escogerá como el hombre rating del año, te seguirán a donde vallas, te invitaran a sus programas y aunque se quejen (tu sabes, hay que guardar las apariencias), transmitirán tus «cadenas», aun las que no son oficiales; te convertirás en el preferido de Nitu, bien sea para atacarte o para alabarte. Lo cierto es, repito, que los resultados están garantizados. ¿No me crees? Mira a tu alrededor y compruébalo. A quienes lo han puesto en práctica no le ha ido nada mal: uno esta en Miraflores, otro jugara a la oposición en la Asamblea Nacional Constituyente, una nos «susurra» sobre Finanzas desde el Congreso, a otro lo escuchamos ulular desde una Gobernación. ¿Quién dijo que la iracundia no paga?.
Por Juan Candelario
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